Afuera llovía torrencialmente, eran esos días fríos en los que ni una taza de café te puede calentar, caía la noche y el agua golpeaba frenéticamente las ventanas de la habitación en la que Ana estaba sentada, mientras terminaba de leer el libro de Bram Stocker.
Una ola de frío entró precipitadamente por la abertura de una ventana mal cerrada, y ella se estremeció al tiempo en que sentía cómo su cuello se crispaba con el gélido soplido.
Al terminar de leer, Ana se dispuso a ordenar sus pendientes del trabajo y revisó sus correos electrónicos en la portátil, enviaba un email a su jefe, cuando el calendario le recordó una fotografía capturada durante un viaje con su familia a la granja de sus abuelos paternos hacía dos años.
En la imagen estaban retratados sus padres, sus abuelos y sus dos hermanos pequeños, todos vestían botas y jeans. Ese día habían decidido vestirse en parejas, así que cada dupla llevaba camisas similares, los abuelos llevaban camisas de cuadros azules, sus padres se vistieron con unos polos rojos que confeccionaron para la reunión con sus promociones de la facultad de letras en la que estudiaron juntos; Ana y sus hermanos se pusieron unas camisas amarillas que combinaban a la perfección con los girasoles del jardín de la abuela. Todos se sentaron bajo el viejo roble que había crecido frente a la granja, los abuelos abrazados mientras tomaban sus sombreros que el viento quería arrebatarles, sus padres tomándose de la mano como dos chiquillos enamorados y abrazando a los dos pequeños, y Ana del otro lado de la foto con sus enormes ojos marrones y sus anteojos negros. Se veían tan felices, sus sonrisas brillaban ese día, era enero de ese año y la vida de Ana era perfecta. En ese instante ella hubiera deseado volver a ese momento, abrazar a sus abuelos, limpiarles sus anteojos cada vez que tomaban el té y se les empañaba incontrolablemente; ayudar a su madre a recoger las fresas de la huerta; leer con su padre mientras veían el atardecer; jugar con sus hermanos pequeños y hacerlos dormir bajo el techo de madera que dejaba ver el cielo brillante a través de una pequeña ventana.
“Ya nada tiene sentido desde que no estás”- pronunció Ana, mientras sus manos acariciaban cariñosamente la fotografía en la pantalla de la portátil. Un sentimiento de angustia la invadió completamente, un vacío en el estómago que se hacía más grande a cada segundo y empezaba a apoderarse de todo su ser, estática, con la mente atorada en ese recuerdo que fue el último que tuvo con su padre, una semana antes de que sufriera un accidente en la carretera; las lágrimas corrieron interminables por su pequeño y alargado rostro, y sus enormes ojos marrones se perdieron entre el mar de tristeza en el que se sumergía.
Tal como lo hacía la lluvia en su ventana, los recuerdos con su padre la golpearon, la estabilidad que creía haber alcanzado se estaba derrumbando, imágenes instantáneas recorrían por su mente, veía a su padre cuando la llevaba al colegio, mientras le enseñaba a manejar bicicleta, el día de su graduación, todo se reproducía de momentos felices con él, hasta el instante en que despertó en el hospital, sin poder moverse, conectada a muchos tubos y aparatos, estaba confundida, le dolía todo el cuerpo mientras luchaba por recordar lo que había pasado en las últimas horas. Sabía que había estado con su padre por la carretera de vuelta a casa, entretanto escuchaban a los Rolling Stones, la brisa de la noche serena tocaba su rostro y alborotaba su cabello medio recogido, cuando de repente escuchó el estruendo de los neumáticos frenar sin control, un golpe seco y la luz enceguecedora de los faros de otro vehículo llegaron a ella, sintió los movimientos bruscos del auto, el jalón del cinturón que llevaba puesto, escuchó los vidrios romperse por todo su cuerpo al tiempo que sentía cómo se incrustaban por todas partes, oyó la voz de su padre llamarla desesperadamente mientras todo era caos en ese momento…y de pronto, todo se sumió en un absoluto silencio.
Ana sobrevivió al accidente que tuvo con su padre, pero se enteró después de estar hospitalizada, así que no pudo ir al velatorio, ni al camposanto sino hasta después de un mes. Naturalmente, ella no aceptaba la idea que su próximo encuentro sea en un cementerio y sin haberse despedido, por lo que le resultó bastante difícil asimilar la idea de no tener más a su padre, y ver cómo su madre se esforzaba vanamente en mostrarse fuerte con sus hermanos pequeños.
Posteriormente, Ana decidió mudarse a una pequeña ciudad a treinta minutos de donde vivía su familia, porque necesitaba pasar tiempo sola para empezar su proceso de sanación por aquella pérdida.
Esa noche de invierno, en el cuarto de Ana se sintió realmente fría y vacía, muy vacía.
Pasaron horas hasta que finalmente Ana apagó la portátil y se fue a la cama, con los ojos aún mojados y los labios temblorosos, se dispuso a orar con mucho fervor mientras apretaba una cruz de madera tallada que su padre le había obsequiado el día de su cumpleaños número doce. La oración le había ayudado a sobremanera en ese duro proceso, le otorgaba mucha tranquilidad y sentía que su Ángel de la guarda la acompañaba. Su padre siempre le repetía que todos tenemos un ángel que nos cuida para cumplir nuestro rol en este mundo; Ana se preguntaba dónde estuvo el ángel de la guarda de su padre cuando tuvieron el accidente, y nuevamente volvían a su mente los recuerdos con él mientras se quedaba dormida…poco a poco su cerebro se entregaba al sueño, veía a su padre, recordaba su hermosa sonrisa, su cabello alborotado, sus grandes ojos marrones como los de ella, esos ojos que la miraban profundamente, llegaban a ella y se le reconfortaba el alma, esos hermosos ojos que le dieron mucha paz cuando lo necesitaba, y sus pensamientos divagaron… volvió a ver sus ojos, pero ahora ya no eran marrones, se hacían más oscuros, ahora eran negros, un negro muy profundo, y la miraban con atención, ya no sentía paz, ahora sentía miedo, y angustia, no eran los ojos de su padre, pero reconocía haberlos visto…Ana se sobresaltó en la cama, un ataque de taquicardia se producía en ella…entonces lo supo, eran los ojos del chico de aquél Café…
“Fabio"- recordó Ana, y su corazón aceleró al tiempo que un sentimiento de miedo y curiosidad la invadieron.
CONTINUARÁ...
completando una historia llena de emociones muy marcadas, emociones en conflicto, en paz y en caos; que aseguran la atención del lector. Excelente de principio a fin. Felicitaciones a la autora !!!
ResponderEliminarEmocionante!!! El relato me transmitió tantos sentimientos.
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